Se arrastró con pena doliente hasta su refugio. No podía andar y apenas podía mover sus miembros ultrajados por aquel inmenso ardor que aún le corroía el cuerpo. De su piel no quedaba nada; de su carne permanecía sólo un lamentable esbozo chamuscado de lo que había sido un atlético cuerpo vigoroso. El rencor permanecía, se aferraba a su ser en cada blandengue movimiento que intentaba realizar. El dolor y la rabia lo impulsaban a avanzar, a permanecer; el recordar los gritos de esa muchedumbre colérica que pedía su exterminio por saberlo ajeno. Sí, él era un otro, un maldito, un radiante brujo que se había tornado repulsivo a causa de las brasas.

Se arrastró, continuó arrastrándose hasta entrar es su guarida y alcanzar el espejo: no deseaba otra cosa que percibir en sus aún brillantes pupilas lo que esa horda de imbéciles habían hecho con él. Al ver su reflejo derramó la última de sus lágrimas, una impura, siniestra, una gota de agua salada impulsada por la más detestable de las sensaciones; un ardor distinto le había hecho olvidar el daño físico y sus pensamientos se concentraron en deshacerse de los ignorantes que habían temido al hechicero; de los envidiosos que, al no tener su poder, decidieron acabarlo o intentar hacerlo. Estúpidos: jamás perdería los hechizos, hacia falta más que un par de troncos y un incendio para desterrarlo del mundo. Su belleza se había ido, pero su magia no: él era un mago que aún resplandecía a costa del rencor.

La venganza es vulgar, pero aquello resultaba irrelevante para su odio: todos irían a al hoguera, todos perecerían en el inclemente ardor del fuego.

Angeles Ortiz Espinoza


“Proyecto apoyado por el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes”