TEXTOS DEL SEMINARIO LA CRÍTICA DE ARTE COMO EJERCICIO DE ESCRITURA CREATIVA

El fotógrafo Enrique Metinides

Por Salvador Sánchez

La relación entre el humanismo y la experiencia del pensamiento del siglo XX, en camino hacia la «modernidad», contribuyeron al desarrollo de una sociedad racionalizada y más técnica, que producía y consumía sus propias imágenes, un ansiado placebo para la salud de la estabilidad, económica, política, e individual, basándose en” el valor de culto de la imagen que tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres amados, lejanos o fallecidos.” [1]

Esta posibilidad melancólica otorga a la fotografía un carácter único, como objeto, no se adquiere a la persona, al momento, al lugar o al momento, pero sí se establece un vínculo entre la imagen y el individuo como parte de nuestra experiencia personal y colectiva.

Pocos años después de la invención de la fotografía, el filósofo alemán Ludwing Feuerbach (1804-1872), señala en el prefacio de la segunda edición de «La esencia del cristianismo” (1843), ««nuestra era» «prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser», con toda conciencia de su predilección.” [2]

Las palabras del también antropólogo se anticiparon al fenómeno e invención de la fotografía como la conocemos, yes a partir de este descubrimiento y a lo largo de su desarrollo que la idea se ha subordinado en función de la representación, mecanizando todo tipo de imágenes, desde las científicas, las artísticas, y por supuesto también las periodísticas. Ejerciendo dentro de la sociedad moderna, un control expansivo, mediante las imágenes capturadas por una cámara y reproducidas de manera mecánica generando más que información, una experiencia.

Esta penetración y dominio de los diferentes medios visuales sobre las conductas y modos de pensamiento están basados en sistemas estructurados a partir de las imágenes, que son de hecho sustitutos de la realidad, porque ante todo una fotografía no sólo es una imagen «-en el sentido en el que lo es la pintura-, una interpretación de la realidad” [3]. Una fotografía nos conecta accidentalmente con el universo y sus múltiples posibilidades azarosas, cómo el trabajo del fotógrafo de la nota roja, accidentes viales, y demás catástrofes, el mexicano Enrique Metinides (Ciudad de México 1934), o mejor conocido como «el Niño”.

Aficionado a coleccionar juguetes y miniaturas -principalmente ambulancias y helicópteros, Enrique Metinides ahora con ochenta y tres años, nos hace reflexionar a través de su mirada, sobre la levedad de la vida y su inherencia con la muerte. Así como sus fotografías -accidentalmente-, Enrique comenzó a los once años su trayectoria en la nota roja, retratando en sus propias palabras, «la maldad del ser humano”. [4]

De niño, Eliot Ness y Al Capone, entre otros filmes policiacos y de gánsteres sirvieron para encuadrar su imaginario hasta definir el particular estilo que lo caracterizó para retratar las tragedias cotidianas de una ya sangrienta ciudad de México de la década de los cincuentas, sesentas y finales de los setentas.

Una de las particularidades de su fotografía es la intimidad con la que retrató no sólo a las victimas sino a quienes se encontraban presentes, haciendo que el espectador sea un testigo más en la escena del crimen, atribuyendo esta condición a que los voyeristas en aquella época también querían salir en la foto.

Metinides, alejado de los reflectores del arte contemporáneo, ha rechazado invitaciones para asistir a sus propias exposiciones en Europa y Estados Unidos, irónicamente este gesto se debe a su fobia a las alturas que desde niño no ha podido superar.

Si bien el reconocimiento tardío de la fotografía periodística de Metinides se enmarca fuera de los reflectores del arte contemporáneo, las problemáticas abordadas por su trabajo cuestionan la condición actual de la nota roja y del arte contemporáneo en donde ambos han hecho -en algunos casos- de la tragedia un espectáculo que retrata no sólo la descomposición social del crimen sino también de su consumo, reflexiones que han sido abordadas por ejemplo por artistas como Teresa Margolles.

La nota roja por su condición amarillista revela esa inquietud, intriga y curiosidad que sigue permeando en una sociedad atraída por el morbo y el horror de la tragedia humana registrados por la fotografía, tal vez como una forma de exorcizar toda esa maldad y alejarla de nosotros para que nunca seamos parte de las columnas del Gráfico, El Metro, y demás diarios con encabezados de descabezados.

[1] Benjamin, Walter, La obra de arte en la época de su reproductividad técnica reproductividad, ITACA, Editorial Itaca, México, D.F., 2003, pp. 57.

[2] Sontag, Susan, Sobre la fotografía, DEBOLSILLO, México, D.F., 2013, pp. 149.

[3] Sontag, Susan, Ibidem, pp. 150.

[4] Chilangopost.com, Enrique Metinides /Art / Talk / VICE, 26/11/17, 21:20 hrs.


La fotografía en el contexto contemporáneo mexicano

Por Adriana Ramírez Salgado

Daniela Edburg, es una fotógrafa mexicana nacida en Houston, Texas; entre los años 2001 al 2007 efectúo una serie fotográfica titulada Muerte Glamurosa (Drop Dead Gorgeus). Cada una de las fotografías muestra a una mujer hermosa a punto de morir; se trata de una muerte causada por productos pertenecientes a nuestra sociedad de consumo.

De alguna manera es evidente que las modelos que posan ante Edburg, no se asumen como un personaje que verdaderamente está sufriendo ante la inminente muerte; sino pareciera que las modelos están conscientes de ello y exageran tanto sus poses como gesticulaciones, ya que de alguna manera se observan un tanto falsas e incluso artificiales, a manera de burla hacia la muerte misma.

Parece que a Daniela, más que un discurso de crítica social, anticapitalista o feminista; le interesa la convivencia de múltiples colores y la composición, así como la irónica convivencia con la muerte, el cinismo y la honestidad con que asume como parte de la sociedad de consumo.

Varias de sus obras citan directamente la historia del arte o el cine. Por ejemplo, hay similitudes con algunos cuadros como La madre del artista (1872) de James Whistler o referencias como en La gran Odalisca (1814) de Ingres en la Muerte por Slim Fast, otra referencia visible es a los filmes de Hichcock por ejemplo: Pájaros de 1963 en la Muerte por plátanos o Psicosis de 1960 en Muerte por shampoo, aunque está ultima puede traernos recuerdos más hacia La muerte de Marat (1793) de Jacques-Louis David.

Sobre esta última, quizá sino conocemos la serie completa a la que pertenece podría parecer un poco absurda. Al ver a una mujer dentro de una tina de baño, con el shampoo tirado, una toalla, un libro en la mano derecha y el brazo izquierdo colgando fuera de la tina, más que pensar en estar muerta nos preguntaríamos ¿Está dormida? ¿Qué sucede? ¿Qué lee? ¿Por qué un shampoo tirado? Una vez que se sabe el título de la serie, Muerte Glamurosa, y se vuelve a echar otro vistazo a la imagen, pude ser muy clara la referencia a ‘La muerte de Marat’ de David, con ello todo cambia, la mujer no duerme está muerta, causa de la muerte el shampoo, el shampoo que está debajo de la tina, como la daga de Marat. Marat murió mientras escribía un discurso, la mujer mientras leía un libro con una clara referencia a las labores o papel de la mujer, pues se alcanza a observar en la parte ilustrada un dibujo de lo que parece una mujer planchando, sacudiendo una mesa o arreglándose.

En cuanto a composición es una recreación total del cuadro de David, el texto en la mano, la sombra proyectada por esa iluminación que proviene del costado, dota de drama a la imagen central donde la cabeza echada para atrás; la marcada horizontal dada por la tina y la fuerte vertical dada por el brazo llevan a la mirada al instrumento de esta muerte: el shampoo tirado en el piso junto al brazo que cuelga de la tina, la toalla en lugar de la mesa.

Es Marat traído a la actualidad, un Marat contemporáneo con gran atractivo visual y producción. A pesar de conocer la serie y la referencia, esa primera impresión de lo absurdo de la imagen nunca desaparece.


Danza: de la performance al paraíso

Por Marisa Chazarreta

El campo lúdico de la danza queda plenamente manifestado en las coreografías de Cunningham, en las múltiples expresiones de su obra donde se manifiestan el cuerpo, el deseo y el placer. La imaginación y la integración entre los protagonistas de la escena se entrelazan modelando figuras de gran atractivo visual.

El cuerpo, siguiendo a Rosales, plantea claramente la paradoja de ser -cuerpo vívido del danzante- y de estar siendo – los beach birds- que delinea la coreografía y la escenografía, planteada en tonos amarillos y dorados, ese tono que esculpe en la memoria los días de playas en este caso desiertas. Podría estar desarrollándose la escena en un amanecer plácido con los primeros aprestos del sol y la confianza abierta de los pájaros en soledad, antes de que esas arenas se pueblen de visitantes.

Inclusive la figura del pájaro/danzante que prefiere ocultarse entre telones – nubes? ¿Un árbol resguardador? ¿Un recatado recurso para dar brillo al paso o al paseo de las otras aves? ¿Por qué mi imaginación le otorga un rol masculino favorecedor de la delicada expresión de las aves que supongo femeninas que se apropian del panorama escénico? Vuela la imaginación entre los murmullos de los pasos/saltos de las aves y nos hace vivir/fantasear la escena. Me planteo la necesidad de que la danza me invite a vivir algo como un imperativo. En estos beach birds encuentro reflejada la creatividad de la danza en esa autonomía del individuo/danzante respecto de su propia conformación corporal. ¿Hasta dónde es él mismo y hasta o desde dónde es pájaro?

En estos interrogantes quizás esté encerrado el concepto de que quien controla la acción es el movimiento y las consecuencias de esta acción generan/disparan estos interrogantes en mí, ubicada en el espacio del público. ¿Hasta dónde estos interrogantes que se disparan desde el escenario – que podría ser un círculo de arena o una cancha de futbol – nos propone revisar si somos aquello que transcurre?

Aquí aparecen las poéticas de la imagen, los textos que quizás podríamos escribir acerca de la problemática de la libertad, teniendo en cuenta que, así como se construye esta imagen del cuerpo hacia el afuera, se encuentra sacudido internamente por un estado de crisis. No le es ajeno al movimiento expresivo del danzante la historia que lo recorre, la memoria que lo atraviesa.

Tiempo, espacio, gravedad, dirá Paxton, son los fundamentos de la existencia. En torno a ellos gira la danza, colocando o recolocando el foco de atención de la mente en ellos, pero transformándolos en creatividad. Qué banquete de sensaciones y percepciones donde se manifiesta con claridad que el cuerpo del danzante es a la vez medio y fin.

Un claro ejemplo de estas búsquedas está reflejado en el film «Polina” de Angelin Preljocaj quien junto a su mujer, la coreógrafa Valerie Müller y basados en la novela gráfica de Bastien Vivés relatan la experiencia de una niña/joven rusa talentosa destinada a formar parte de las huestes del Ballet Bolshoi pero que toma la decisión de partir en una búsqueda personal y profesional hacia su lenguaje propio en la danza: dirá en un parlamento hallarse cansada de representar las ideas y sensaciones de otros. Se topará con una Juliette Binoch que, encarnando a una profesora rigurosa en cuanto a los contenidos y expresiones, la alentará a ser ella misma. La búsqueda no será fácil, los inconvenientes, múltiples, pero una puerta sencilla y amigable se abrirá para brindarle el paraíso de interpretarse a sí misma en su doble aspecto de ser humano y de performer. Encontrar su voz. Allí una imagen repetitiva de los tiempos felices de su niñez en un bosque helado cobrará forma definitiva en una coreografía que, poblándola de memoria perceptiva, le hará extender las alas hacia la libertad expresiva, basada en su propia historia.

Y quizás en esas escenas encontramos las categorías de Rosales cuando habla de que la «performance surge no como un fin en sí misma sino como una vía solvente multiplicadora de opciones en la imaginación para enunciar la posible autonomía del individuo respecto al descubrimiento, exploración y manejo de la imagen del cuerpo.”

En esto, la contribución de Cunningham ha sido fundamental: cuerpo, imagen y movimiento serán «una molienda analógica inseparable cohesionada por la interpretación”. Y allí aparecerá ese CUERPO que la perciba, analice y exponga, otorgándole significado.

Pero también se presentará la dificultad de la expresión y la reproducción de la danza dado su carácter efímero. Quedan las fotografías, los videos, todos los instrumentos que la tecnología nos pone al alcance para preservar y conservar las imágenes. Pero faltará esa corporeidad, esa transpiración, ese roce que se nos propone al asistir a una performance en vivo. Le faltará respiración. Le sobrará fugacidad. Y esta dualidad, esta oscilación nos traerá cierta zozobra por su carácter instantáneo e inaprensible, aunque seamos, como solicitaba Ranciére, espectadores emancipados, es decir libres de los estereotipos que hasta mediados del Siglo XX dictaban los estándares aceptables de los elementos constitutivos de este arte.

Sin embargo, la danza, hermanada con los orígenes del hombre, transmitiendo las relaciones manifiestas al interior de las sociedades a través de los tiempos, alfabeto en el que pudo leerse la religiosidad, la satisfacción por los bienes recibidos de la naturaleza, la felicidad o la angustia, el estado de belicosidad con otros pueblos y otras culturas, esa expresión atávica del cuerpo, sujeta después a los mandatos del poder político o de las tendencias o exigencias de la doxa, es la que nos permite vislumbrar los contornos del tiempo en su sempiterno movimiento, indicador de lo por-venir. Un cosmos en permanente cambio, sin un final prefijado de antemano, cuando aún hasta la muerte está comprometida con el devenir. Y en ese contexto, el danzante, que a su vez no conoce los límites del tiempo, embebido en su manifestación, sigue haciendo arte de sí mismo, fundido en una presencia cuya realidad se desvanece casi al tiempo de ser creada.


La sacralidad en lo profano, en el Arte Contemporáneo

Por Judith Sacal

Desde siempre el hombre ha sentido la necesidad de explorar canales de conexión con una realidad «distinta” para establecer un vínculo con lo «divino” a través del rito y la imagen. Ambos conceptos: rito e imagen, llevan una correlación tan íntima que es difícil decir con certitud ¿cuál influye a cuál? O ¿cuál determina a cuál? Este es el punto de partida para explorar precisamente bajo que premisas, operaciones o funciones es que el Arte como manifestación humana puede provocar desde su condición actual profana, una experiencia de sacralidad.

Tanto la Historia de la Sacralidad como la Historia del Arte comparten un término que es relevante, la Creación. La primera es divina, la segunda es humana. Es aquí donde comienza mi hipótesis: Si la Creación es la manifestación de lo divino y el Arte también, ¿es posible considerar hoy en día al Arte como un canal vigente para la sacralidad?

Es bien sabido que, en los orígenes y evolución del Arte, éste tenía una «función” especifica: provocar la experiencia de la divinidad a través de la obra de Arte, ello es indiscutible en la Edad Media, incluso en el Renacimiento. Es ahí donde el Arte existe en la medida en que se halla «al servicio” de la sacralidad.

Bien, lo mencionado solamente es una brevísima anotación como punto de partida para explorar una obra de Arte Contemporáneo que, a partir de diversas estrategias, logra el efecto de sacralidad a través de su profanidad, pero más allá de la obra, en el espectador.

Hace algún tiempo, en el 2009, se realizó la muestra Cildo Meireles en el MUAC (cd. Mex). Más que una retrospectiva, el artista que ha transitado desde el NeoConcretismo para llegar a un arte que no es fácil de categorizar como NeoConceptual por su diversidad de líneas de atención e intersección, pero que apela o sugiere en la mayoría de los casos, a un acercamiento poético a los mecanismos que operan desde la sociedad contemporánea y los canales de ideologías detonadoras a manera de crítica.

La visita a la exposición fue extraordinaria, cada una de sus obras es realmente como un cofre de reliquias en las que, con el solo hecho de echarle un vistazo, la obra surtía un efecto importante en el observador que se veía en la necesidad de detenerse para explorarla y darse cuenta del sinnúmero de referentes y efectos, evidentes y ocultos que formaban parte de la obra. Una de las salas, con una museografía sobria, austera y semi-oscura, era la antesala del cuarto «rojo”, dónde al entrar uno era sumergido en una instalación Desvío al rojo, cargada de objetos y mobiliarios rojos, bajo una iluminación roja que detonaba una experiencia a la que solo me referiré como «extraordinariamente roja”.

Una vez abandonando dicha instalación con todos los sentidos en un estado de máxima alteración, la sala con una museografía sobria, austera y semi-oscura, era el tránsito obligado para abandonar la muestra.

Pero ese no era el fin de la muestra, al recuperar la «normalidad” visual ante el gran estímulo recibido, esa sala, con esa atmósfera de serenidad y calma, aparentemente uniforme y vacía, escondía «eso” que transformo mi experiencia.

En el rincón más alejado de la sala, se encontraba un pequeño destello de luz proveniente de las luminarias del techo, parecía desviado del conjunto de iluminación, como si por error, estuviera mal apuntado. Por mera curiosidad, fui caminando lentamente acorde al silencio que reinaba y me acerqué hasta ese punto. Al recorrer mi vista desde el techo, hacia la pared y hasta el piso, mis ojos detectaron ese «algo” que estaba siendo iluminado.

Colocado directamente en el piso, sin ninguna protección y en total libertad, que yo llamaría como «cuasi-casual” me incline para poder enfocar que era lo que se encontraba en el piso, tuve que arrodillarme porque era muy, muy pequeño, era un cubo de madera de 9mm. Mi reacción fue evidentemente de sorpresa, permanecí varios minutos frente a él, hasta que la curiosidad que despertó en mí, me obligo a levantarme y salir a casa lo más pronto posible para «entender” porque Cruzeiro do Sul (1970) había tenido ese efecto fascinante en mí.